Breve desahogo para un jueves cualquiera

Buscando el significado del vocablo “apariencia” he encontrado esta definición:
Apariencia. (Del lat. apparentĭa) Conjunto de características o circunstancias con que una persona o una cosa aparecen o se presentan a la vista o al entendimiento. Algo que parece ser y no es.
Lo aparencial, entendido como la confusión entre la realidad y la ficción, entre lo que es y lo que no es, puede ser producto de una falsa imagen deliberadamente proyectada, de una interpretación errónea del que observa y decodifica la realidad representada, o de la combinación de ambas.
La apariencia puede ser el fruto de la simulación, la figuración, la impostura o el engaño. Alguien que pretende ser lo que no es, se “presenta” y finge que no “representa”. Los actores son aplaudidos por su capacidad de fingir, de aparentar ser lo que no son, y el público se convierte en un colaborador necesario del engaño en la medida en que pide ser engañado eficazmente. Como dice la letra de un conocido bolero: “Miénteme más, que me hace tu maldad feliz”
Todos en algún momento hemos representado un pequeño papel en el teatro de la vida para conseguir algo, o simplemente para agradar sin más consecuencias, pero no hay que confundir estas mentirijillas piadosas con la actuación de quien vive por y para engañar mediante las apariencias.
Sin embargo, mi reflexión va más encaminada al análisis de otra acepción que no tiene que ver con el fingimiento, la manipulación, o la intencionalidad de mentir. Me refiero al autoengaño, a la atribución a una persona por parte de otra de rasgos, cualidades o características inexistentes.
En este caso la apariencia no es una fachada, es el fruto de una elaboración mental, el resultado de una abstracción. Nadie pretende engañarnos, simplemente nos forjamos mentalmente una representación errónea de lo que vemos o percibimos.
Donde los demás (y a veces de manera abrumadora) ven una actitud y una conducta tremendamente egocéntrica en una persona, nosotros nos empeñamos en ver una estrategia para vencer inseguridades.
Donde nosotros creemos ver contradicciones fruto del análisis y de la reflexión, los demás solo aprecian frivolidad.
Creemos ser depositarios de un gran afecto, cuando en realidad estamos sometidos al sentido utilitario que le otorga esa persona a la relación.
Sin embargo nosotros seguimos ahí, al pie del cañón, dispuestos a partirnos la cara por ella si fuese necesario, dispuestos a arroparla cuando lo necesite. Firmes frente a todos, contra toda evidencia, inmunes al desaliento, fieles a nuestras más íntimas emociones y sentimientos.
Pero un buen día se hace la luz. Un nuevo entendimiento se abre paso, el error desaparece. Recordamos aquello de que “en igualdad de condiciones, la teoría más simple y suficiente es la verdadera”, y nos dejamos de milongas. Enviamos el diván directamente al trastero.
Llegamos por fin a una comprensión liberadora. Realmente no sabemos nada acerca de esa persona. Asombrados, adquirimos conciencia de que después de cientos de horas de conversaciones banales nunca nos ha aportado un solo dato significativo acerca de sí misma. Es capaz de producir un torrente incontenible de palabras sin decir nada sustancial. Es como una extensa planicie sin accidentes geográficos. Puede que haya mucho más bajo la chatura, pero ello pertenece al reino de la especulación.
Solucionado el equívoco, ajustadas las percepciones y corregidas las representaciones mentales apriorísticas, lo que nos queda en “apariencia” de esa persona es un ego de aquí a Nueva Zelanda, y una notable aptitud para amarse a sí misma. A partir de ese momento su tiempo ya no es ni será más valioso que el nuestro, ni sus necesidades invariablemente más perentorias. Y nos quedamos un poco tristes, como corresponde a la pérdida de una ilusión, pero más a gusto que un perro sin pulgas.