Chismoso, chivatón, cederista, negociante

Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), esos aparentemente irrelevantes centros de vigilancia que en cada cuadra cubana controlan y documentan la vida, obra y milagros de sus vecinos, han jugado un papel decisivo en la consolidación del totalitarismo en la Isla. Un amigo lector, Eduardo Díaz, me hizo llegar hace tiempo una simpática anécdota a propósito del tema.
Cuando aún vivía en Cuba Eduardo recibió, como fruto de un intercambio clandestino, una lechona. Una lechona para ser sacrificada, se entiende, en el apartamento en el que por entonces residía. Era en el tercer piso de un edificio y el segundo albergaba la sede del CDR de la cuadra. El presidente del mismo, tras escuchar los gritos agónicos del animal, preguntó a Eduardo si había dado muerte a un cerdo en su domicilio. “Le contesté que los gritos eran de mi mujer regañando a mi hijo pequeño”, me cuenta el protagonista de esta historia. El funcionario quedaría razonablemente desarmado por la explicación, a lo que Eduardo agregó: “Pero sube, que te voy a dar unos cuantos chicharrones”. Ambos, en particular el presidente del CDR, obviaron definitivamente el sacrificio.
La anécdota revela, lateralmente, una de las características básicas del funcionamiento y una de las principales causas de la efectividad de estos comités: pasado por el agua de una cotidianeidad que aparentemente ha asumido la trascendencia del hecho revolucionario, el cederista activo responde a unas coordenadas culturales suficientemente asentadas en el imaginario nacional. Entre ellas esa costumbre, tan cubana, de inmiscuirse en la vida de los demás y juzgarla –a menudo– severamente.
Luego, del juicio de valor a la denuncia no hay más que un paso. Probablemente, Eduardo habría sido denunciado por el presidente de “su” CDR de no haber mediado los susodichos chicharrones. Con lo que arribamos a una segunda conclusión: con el tiempo, los CDR también se han convertido en un negocio, en una suerte de centro de peaje que se beneficia de los diezmos aportados por los vecinos de la cuadra. Vecinos que para sobrevivir deben aliarse con sus celadores.
Por su parte, para contar con cuatro pesos o un plato de comida decente, los celadores –los cederistas– también tienen que cruzar la raya de la legalidad y “resolver” en el mercado negro. Comprando e incluso vendiendo. Con lo que la simbiosis chismoso-chivatón-cederista asciende un escalón más, hasta desembocar en la simbiosis chismoso-chivatón-cederista-negociante. Un círculo vicioso que se cierra en Cuba cada día de cada mes de cada año. Interminablemente.
Los CDR nacieron, con el pretexto de “defender la revolución cubana”, el 28 de septiembre de 1960. Surgieron en momentos en que la oposición anticomunista luchaba denodadamente, recurriendo a ratos a los mismos métodos violentos que los revolucionarios habían entronizado en la vida política nacional, para evitar que el país se extraviara definitivamente en la caverna totalitaria. Luego, tras institucionalizarse el castrismo, reforzaron su labor estructural de soporte sistémico, convirtiéndose en el ojo por antonomasia del Gran Hermano. En el ojo público. Un ojo que no perdona excepto cuando uno de sus órganos vecinos, la boca, lo soborna masticando chicharrones.