Crónicas de Nuevo Songo (I)

El agua helada se volvió cálida. La Corriente del Golfo los arrastró hasta el Mar de Irlanda.
Desorientados, sedientos y extenuados, los padres fundadores divisaron la costa. No parecía la Florida. Era un paisaje abrupto, glacial, como de fiordo, pero a los viajeros, delirantes por la travesía, se les antojó cálido y familiar.
Desembarcaron de su flota de balsas, observados a una distancia discreta por la población aborigen: dos pensionistas con paraguas y chaquetas de tweed, y una señora con mackintosh y “sensible shoes”.
Intuyeron que habían llegado a su tierra de promisión y, movidos por la nostalgia instantánea que les sobrevino, bautizaron la tierra recién descubierta como Nuevo Songo del Norte, en homenaje a su natal Songo la Maya.
El nuevo mundo era un islote al noroeste de la Isla de Man, propiedad semi-independiente de la Corona Británica.
Se asentaron con gracia e instalaron bien. Fusionaron las costumbres locales con las del lugar de origen, lo que les dio una visión muy singular de las cosas. Tanto se fundieron los modos y decires que nunca más supieron de dónde venían unas u otras cualidades. Pero gran honor hicieron al fino sentido del humor cubano, a la exageración copiosa que tanto engalana a los coterráneos del almirante Nelson.
Dieron grandes cricketers y comentaristas políticos, y desde su islote se han propuesto conquistar el mundo. No con la fuerza de sus cañoneras o sus empresas (porque no tienen ni lo uno ni lo otro). Ni siquiera con la de su gastronomía, basada en el roast beef y los frijoles negros… Sino con lo que consideran la mayor de las espadas: la palabra y el poder agudo de su observación.