Castro y las buenas intenciones

Una señora admiradora de Castro me reprocha algunos comentarios míos sobre su ídolo, y después de una extensa apología de su héroe, concluye diciendo: “pero sobre todo, usted no le negará a Fidel las buenas intenciones”.
Me apresuro a darle la razón a la señora en cuanto a las buenas intenciones de su Fidel y de sus congéneres en la historia, que son muchos. Además, no conozco ningún caso de mala intención, ni aun en seres tan expeditivos con los adversarios como Nerón o Robespierre.
Nerón echaba cristianos a las fieras con la noble intención de limpiar a Roma de unos señores que él consideraba dañinos para su pueblo. Robespierre entregaba a la guillotina a cuantos él veía como nocivos para el proceso revolucionario. Y nadie podrá negar la bonísima intención de Felipe II, que asistía con lágrimas en los ojos y el rosario en la mano a la quema de quienes pecaban contra la salvación de sus almas. La intención de los inquisidores no podía superarse: querían librar del infierno al precito.
Es una vieja polémica entre filósofos del derecho, y entre magistrados, el tema de la intencionalidad. Sesudos juristas alemanes insisten en que para dictar sentencia hay que tener muy en cuenta la intencionalidad, refiriéndose no solo a los accidentes, como en el caso de la mayoría de los homicidios, sino a toda forma de delito. Hay jueces que se contentan con las explicaciones del acusado cuando dice “no tuve intención de matarlo, sino de asustarlo nada más”, a pesar de que sin mala intención dio catorce puñaladas a la víctima.
Nada de lo que hicieron Stalin y Hitler tuvo por origen la mala intención, sino al contrario. La intención de Hitler no podía ser más “noble”, acabar de una vez con los problemas de los judíos, con el sufrimiento perpetuo que suponía ser judío. Y la intención de Stalin era digna de aplauso: él lo que no quería era que la salvación de la humanidad y la creación de un Paraíso para los trabajadores del mundo se vieran obstaculizadas por los enemigos de la revolución.
Estas y otras actuaciones históricas llevaron a Mohfert a hablar de “criminales filantrópicos”. La expresión parece una paradoja, pero es una realidad textual. Son seres que cometen o autorizan los crímenes más terribles sin el menor titubeo, por estar convencidos de que ellos tienen la verdad y la razón, y todo lo hacen por servir y salvar a la patria, o a la revolución, o a los pobres, o al pueblo, o a Dios. Se sienten héroes, no monstruos. Su intención es hacer un bien supremo a la Humanidad. Son filántropos, pues, en el sentido más riguroso de la palabra.
Y porque su intención es buena, ¿hay que perdonar los crímenes, hay que justificarlos, hay que aplaudirlos? He citado una frase de Marx joven rechazando el terrorismo como medio hacia un fin revolucionario. Hay que llegar hasta Lenin para ver aplicada de manera cruenta la insensata doctrina de “el fin justifica los medios”. Eso no pertenece a la ética cristiana. En Cristo el fin es cada acto y el medio es un fin en sí mismo. Si el medio es un acto malo, el fin queda destruido.
Si por otra parte aceptamos la bondad de las intenciones como razón suficiente para el perdón y aun para la glorificación del autor de monstruosidades e injusticias contrarias a los sentimientos humanos y al imperio de los derechos, desaparecen los códigos, las nociones del bien y del mal, y las normativas aceptadas por los hombres civilizados para vivir en paz.
Uno de los hombres mejor intencionados nacidos en América fue José Gaspar de Francia; y no digamos de las buenas intenciones que abrigaba en su pecho de católico sincero García Moreno. Pero los sendos regímenes políticos que impusieron a sus pueblos, y su forma de gobernar, eran detestables. Ambos merecen el odio de la Historia. Porque el crimen es siempre un crimen, cométalo quien lo cometa, y sea cual sea el móvil. La mano de hierro que sojuzga y suprime las libertades de un pueblo es mano de tiranía, por mucho guante patriótico o ideológico en que sea envuelta.
Castro cayó por sus pies y por su gusto en la trampa leninista de creer que de una dictadura de cuarenta o de cien años va a salir una nación de hombres libres y un régimen económico con justicia y oportunidades para todos. “Estamos tendiendo una cama en la que dormirán nuestros nietos”, dijo Ulianof. Y lo que vemos es que los nietos, en cuanto han podido echaron al basurero la cama, las sábanas y las estatuas de Lenin y de Stalin. La historia le dice a Castro: Señor, le toca el turno.
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Una primera versión de este artículo apareció en 1990. Cortesía El Blog de Montaner