La bendición de los náufragos

Hay dos cosas, únicamente dos, que no perdimos los habaneros durante más de medio siglo de naufragio sin costas: la disposición jocosa y el maní como golosina callejera. En el primer caso, la explicación del hecho, asombroso, radica en el hecho mismo. No perdimos la jocosidad porque en nosotros actúa como la respiración, es la prueba de que continuamos vivos, y es, al mismo tiempo, el recurso para no morir. Pero que no hayamos perdido el maní sí es verdad que constituye un enigma indescifrable. En tiempos del bistec fabricado con hollejos de naranja y de la pizza con preservativos derretidos, era posible comprar auténtico maní tostado en las calles de La Habana. Cuando el boniato y la yuca se convirtieron en frutos exóticos, sobrevivió el maní. Una vez borrados por decreto todos los pregones de nuestra cultura popular, todavía seguimos escuchando las voces furtivas de los maniseros. Parece que a los rusos no les gusta, porque, cuando todo el producto de nuestra tierra (exiguo ya desde los primeros tiempos de la colonización soviética) volaba sin escala rumbo a sus mesas, únicamente el maní nos demostró su lealtad a prueba de hecatombe patria.
En los inicios de los años noventa, del siglo XX, muchos habaneros trabajábamos durante todo el día sin que nos hubiese pasado por las tripas nada más que una barrita de turrón de maní. Qué coca, ni qué soya, ni qué jalea real… Que todavía hoy estemos vivos (y sin haber perdido la jocosidad) demuestra no sólo la franca supremacía del maní entre los energéticos terrestres, sino su invaluable capital como reserva del planeta para futuras catástrofes.
Casi tan milagroso como el propio maní es que nuestros expertos en experimentos frankensteinanos no hayan reparado nunca en el dato (científico) de que con pequeñas ingestiones de esta oleaginosa, el organismo humano obtiene casi la mitad de las 13 vitaminas que requiere para mantenerse en forma. Si se hubiesen dado cuenta, a estas alturas los centrales azucareros quizá serían tostaderos de maní y no almacenes de chatarra. En vez de alinearnos en contingentes parapoliciales disfrazados de constructores, nos hubiesen alineados en brigadas de manicultores. Y los campos donde floreció el marabú se habrían cubierto de matas de maní, las cuales parecen creadas para nosotros, ya que apenas requieren atención. Es tirar la semilla y del resto se encarga Dios.
Por otro lado, si los caciques de Cuba hubieran descubierto a tiempo el inigualable don de convocatoria que atesora cada grano de maní, es posible que en vez de utilizar esclavos de carne y hueso para la práctica del internacionalismo, habrían basado sus planes de propaganda en la exportación gratuita de maní acaramelado. Incluso, aunque parezca difícil, tal vez los socialistas del siglo XXI no se dedicarían hoy a vociferar amenazas sino a cantar El Manisero.
Iba a salir perdiendo el maní, precisado a multiplicarse en suelo yermo, pero el hombre nuevo dispondría de una mejor provisión energética para resistir sus naufragios.