Mi madre y yo

La relación con el hombre aceitunas fue corta. Intensa. Lo vi llegar un día y se quedó para siempre. De las miradas fortuitas, sin darnos cuenta, habíamos pasado al parloteo sobre nuestras vidas. Y no es que tuviera mucha coherencia nuestra conversación, es que los dos necesitábamos compañía.
Estoy segura que toda la familia hubiese preferido que me gustaran los marpacíficos, las mujeres, los chivos, las vacas, las ovejas, los peces, los pájaros, los girasoles, la música, los perros, pero yo prefería al hombre aceitunas, que nunca tuvo un nombre.
Una conversación amena con él significaba que podía ir comiéndomelo poco a poco. Entre la acidez de sus palabras y las aceitunas, yo quedaba extasiada y no pedía más que otro encuentro. Preferíamos los parques mientras los niños nos rodeaban y las madres huían espantadas.
El hombre aceituna a veces venía a mis encuentros sin voz. Y yo sospechaba que había alguien más, pero como sus frutos eran suficientes, yo a penas protestaba y entonces me tocaba hablar a mi sola.
«Mi madre no quiere que yo esté con un bicho raro» le decía para herirlo.
Él sonreía y a mi me daba una rabia enorme y me lo comía con más prisa, para que se acabara de una vez por todas.
No eran solo amenazas. No me sorprendió el día que encontré un papel que decía: «Lo sé todo. No te atrevas a salir».
Temblé. Imaginé la mano de mi madre cayendo sobre mi cara, pero las ganas de comer aceitunas eran irresistibles. Cerré la puerta tras de mi, dispuesta a todo.
El hombre aceitunas no llegó a la cita. Me desconsolé. Fui a todos los lugares que teníamos en común. No le pregunté a nadie para que no supieran que mi dolor se confundía con un hambre atroz.
Lo veo. No está solo. Me acerco y los celos no me dejan ver quién lo acompaña. Solo quiero definir las cosas, dejar en claro mis sentimientos. Si hubiese caminado al menos más lento, me hubiese evitado el mal rato.
Mi madre hablaba mientras se llevaba una jugosa aceituna a la boca.