Para que se haga el poeta

La poesía no sólo es “el más inocente de los oficios”, como la llamó Holderlin, sino también el más abusado, incluso el más violado. Cualquier persona que siente la necesidad de plasmar sentimientos e inquietudes apela, por lo general, a la poesía, porque aparentemente es el género literario más fácil para ejercer la escritura creativa. Pero una cosa es escribir unas palabras y nombrarlas “poema” y otra ejercer el oficio de poeta.
Cuando Borges preconizaba que todos los poetas –los elegidos– escribían un solo poema, se refería a un ecumenismo poético en el que participaban estos vates insertos en una tradición. En efecto, ejercer el oficio de poeta requiere de una lectura que responda al canon. Es así que, a partir de esta premisa, le corresponde al poeta desmarcarse de influencias hasta encontrar su voz. Cualquiera puede escribir un poema, pero lo que no todo el mundo puede lograr es escribirlo bien. Más allá de la técnica elemental que se necesita para evitar ripios –cacofonías, innecesarias adjetivaciones, lugares comunes, etc.–, debe existir una actualización estética, permeada por la tradición y en la que, a su vez, prevalezca un sello distintivo.
No solamente es al hombre de a pie –por decirlo de alguna manera– al que le da por escribir –o creerse que escribe– poesía, también lo hace el académico brillante, el periodista famoso, el ensayista agudo, el novelista célebre, el erudito multifacético, etc. El conocimiento y la erudición no garantizan la calidad poética, aun cuando cultivarse siempre será un aporte al ser creativo, en este caso al poeta. James Joyce, Alejo Carpentier y Ernest Hemingway –por citar solo tres ejemplos célebres– incursionaron en la poesía y no lograron ser poetas. Como decía Wallace Stevens, “la poesía debe resistir el examen de la inteligencia”.
En fin, sensibilidad, intuición, imaginación, algún don con el que se nace, son necesarios para que se haga el poeta, es decir, el poema.